miércoles, 23 de diciembre de 2015

Carol: el reflejo del amor





por Norma Arana

“Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma” decía Francois Truffaut. Esa idea -platónica- toma forma estética en “Carol”, la versión cinematográfica del libro de Patricia Highsmith “El precio de la sal”, dirigida por Todd Haynes (Lejos del cielo, Mildred Pierce, Velvet Goldmine, I’m not there).
Lo interesante, es que esas sombras fantasmagóricas, esos contrastes de luz, esas oscuridades, esas siluetas que se desdibujan en la noche fría y húmeda, esa mujer que vomita por angustia y esa otra que corta la comunicación telefónica casi como si en ello se le fuera la vida, son reflejos de las decisiones que cada ser humano toma en su vida, más tarde o más temprano. De allí tal vez, la conmoción emocional contenida que provoca la obra de Haynes con cada gesto en el que se detiene.
“Carol” está llena de símbolos, en cada uno de sus segundos viven: el cine, la pintura, la literatura y la música que hemos amado y con la que hemos amado. No faltan referencias a Edward Hopper, a Billy Wilder, y a la mejor tradición del cine americano que no sólo ha reflejado la vida, sino que en buena medida la ha moldeado.
La historia -ambientada en los ’50- es simple, la estructura es tradicional: todo el film es un flashback, salvo la resolución final, como sucede en “Sunset Boulevard”, que es homenajeada explícitamente. Sin embargo, los personajes de “Carol” no tienen nada de sencillos.
Carol (Cate Blanchett, como siempre impecable) es una mujer que está divorciándose y cree tener todo bajo control. Descubrirá que eso no es tan cierto cuando su vida dé un inesperado vuelco: conoce a Therese (Rooney Mara, vibrante en su interpretación). El romance que surge entre las dos mujeres, cuestionará sus vidas y sus decisiones. Therese descubrirá su sexualidad. Carol la confirmará.  
El descubrimiento, el encuentro consigo mismo, el amor, la familia, el lugar de la mujer, la vocación, el arte, el trabajo, todos los temas se definen con un roce en la película, que insiste en describir de forma subjetiva y conmovedora, lo que los personajes sienten. Y lo que sienten es bien diferente en cada situación. Y lo que sienten no está en sus palabras, sino en sus gestos. Seguramente Haynes coincidiría con Truffaut cuando dijo: “No me gustan los paisajes, ni las cosas; amo a las gentes, me intereso por las ideas, los sentimientos”, de hecho uno de los personajes dice esto mismo en el film.
Desde lo técnico, la película es impecable y está cuidada en cada detalle: la escenografía, el vestuario, el maquillaje, la fotografía y las actuaciones de Sara Paulson, Kyle Chandler y Jake Lacy, que completan un elenco inigualable. La música, de Carter Burwell (recordado por “Fargo”) es esencial, como la cámara de Edward Lachman que toma el punto de vista de las protagonistas y describe su tiempo psicológico, antes que el real.
“Carol” es una película que se disfruta desde la primera toma: un plano secuencia que comienza en un respiradero del subterráneo y termina en las alturas. Y sobre todo se disfruta si antes se ha disfrutado del cine clásico americano, porque es a ese cine al que homenajea, al que recurre, al que cita y al que evoca en cada toma, en cada idea y en cada gesto.
Sin embargo hay algo profundamente contemporáneo en el tratamiento del film, sus elipsis, sus sobreentendidos, dan cuenta de una estética moderna, que recupera y actualiza su herencia. Una escena de sexo, nada escandalosa por cierto, como la que se ve en la película, hubiera sido imposible en el Hollywood de antaño. En ella Carol le dice a Therese “estás temblando”, ese temblor de la joven ante la presencia de su amante, atraviesa todo el film y trasciende la pantalla hasta el espectador. Nada más se le puede pedir al cine.

sábado, 20 de junio de 2009

EL CINE - Breve recorrido biográfico


El alma de
todas las cosas
Recuerdo un 31 de diciembre, en Buenos Aires, tendría yo unos 13 años.... un poco de acné, pero no mucho, unos kilos de más que he mantenido a lo largo de la vida con una férrea determinación de vaya a saber qué dioses o genes, y un afán por las películas que se ha mantenido igualmente férreo, al punto de derivar mi vida en la crítica cinematográfica. Y eso que mi padre decía que yo tenía "pajaritos en la cabeza". Puedo decir con orgullo que esos pajaritos han puesto el pan en mi mesa muchas veces. No es poco.
Ese 31 de diciembre se había organizado una cena en mi casa que incluía a la vecina del departamento que quedaba justo delante del nuestro. Blanca, quien ya falleció, no tenía hijos, era camisera, de las buenas, hacía esas camisas de calce perfecto y a veces me mandaba con paquetes envueltos en papel madera a la ojaladora, que vivía en la misma manzana, porque no me dejaban cruzar la calle sola. Y yo obedecía... Todo ese mundo ha desaparecido.
Como en mi casa había mucha ruido y gente, le pedí terminar de ver la película que pasaban en TV en su comedor. Era "An affair to remember"... y se hacían las 22,45 hs.... y las 23,15 hs... y mi madre y mi padre venían, alternativamente, a buscarme para la cena.... y yo, secándome las lágrimas y disimulando les contestaba: "ya termina, ya termina"... Creo recordar que terminó antes de las 12. Se enojaron mucho conmigo. Pero yo tuve mi final feliz...
De estas escenas está construida también nuestra historia personal. Las películas y los libros le dieron una dimensión diferente a mi vida... la hicieron más rica, con mayor espesor, despertaron la sensibilidad, me ayudaron a comprender emociones complejas (mías y ajenas) en un mundo que era, y sigue siendo, superficial y mezquino.
A los 11 años rechacé ir a tomar un helado, estaba viendo: "Ninotchka", con Greta Garbo... y Garbo reía... Más tarde me escaparía de la clase de inglés para ir hasta el centro, que era lejos -yo vivía en un barrio, Floresta- es que daban ciclos de cine en la Sociedad Hebraica, y yo quería escuchar las voces de los actores, porque en televisión las películas eran dobladas. Y Garbo talks.
Admiraba y admiro a Barbara Stanwyck, a Alfred Hitchcock, a Gregory Peck, a Susan Hayward, a Billy Wilder, a Anatole Litvak... Después vinieron Bergman y Truffaut y Visconti y Woody Allen y Tarkovsky y Coppola.
Hoy reparo en el cine de los hermanos Coen, en las películas de Stephen Daldry (Las horas, El lector, Billy Elliot), en Frances MacDormmand, en Sean Penn, en Clint Eastwood, en Merryl Streep, en Judy Davies... El cine sigue dándonos para pensar....
Pero, como dijo Deborah Kerr cuando recibió su Oscar "from the bottom of my heart" hay películas que me son entrañables: Rebecca, Rojo atardecer, Testigo de cargo, El tercer hombre, La noche de la iguana, La heredera con Olivia de Havilland y Montgomery Clift, Mesas separadas, en fin, tantas...
Desde aquella adolescente que buscaba en las librerías de la calle Corrientes fotos de películas, hasta esta mujer de 46 años que hace doble click en su computadora y tiene a la mano todas las fotos que quiere para "colgar" en su blog, han pasado muchas olas...pero el cine sigue siendo una luz en medio de la oscuridad, una luz que transparente el alma de todas las cosas.

jueves, 18 de junio de 2009

DEL RECUERDO Y EL TALENTO



Extraño a Deborah Kerr

“Nada humano me repugna” le dice Hannah Jelkes a un aterrorizado Lawrence Shannon en “La noche de la iguana” de John Huston. Esas palabras de Tennessee Williams, en los labios de Deborah Kerr y con la asombrada escucha de Richard Burton, hacían en 1964 referencia a la represión sexual. Hoy, en 2009, cuando el sexo y las más diversas prácticas sexuales sólo escandalizan por sus niveles de comercialización, bien podrían aplicarse a la política o a la educación. Elijo, sin embargo, algo más metafísico: la muerte.

Me gusta pensar que Miss Kerr, como llamaban a esta escocesa pelirroja y de perfecto inglés en Hollywood, hubiera también elegido estas palabras a la hora de su propia muerte. Y nada, eso es seguro, hay más humano.

Sí, extraño a Deborah Kerr. De alguna manera, aunque hacía muchos años que estaba retirada de la profesión de actriz, que ella misma aclaraba “había dado felicidad a su vida”, saber que dividía su residencia entre Suiza y Málaga, en compañía de su esposo, el guionista y escritor Peter Viertel, daba una sensación de merecido descanso luego de una carrera profesional, seria, comprometida y, por supuesto, exitosa.

Deborah Jane Kerr-Trimmer había nacido en Helensburgh, Escocia, el 30 de septiembre de 1921. Abandonó este mundo el 16 de octubre de 2007 en Botesdale, Suffolk, Inglaterra, a causa del Parkinson que padeció los últimos tiempos de su vida. La noticia de su muerte, a los 86 años, dejó un gran vacío. Generaciones mayores a la mía pensaron, seguramente, “ya no hay actrices así”. Yo pensé que los medios le habían dado, en Argentina, un pobre reconocimiento. Hacía tiempo me había dado cuenta de que me gustaban las películas “con” Deborah Kerr. Ahora la extraño, aunque la recupero cada vez que veo en sus películas su lúcido talento. Escribir sobre ella es una forma, entonces, de convocarla, y ella, que alguna vez dijo que la muerte la encontraría sentada en una silla de ruedas viendo una y otra vez “El rey y yo” -en Argentina se tituló “Ana y el rey de Siam”-, vuelve con sus personajes, una y otra vez, siempre viva.

Hablar de sus películas es hablar de los personajes que construyó, porque Deborah Kerr era una actriz que construía sus personajes. Anna en “El rey y yo”, con Yul Brynner, supo encontrar el equilibrio entre el temperamento y la dulzura; Karen Holmes fue comprendida incluso por las más conservadoras plateas en su adulterio en “De aquí a la eternidad”. ¿Cómo no comprender a esa mujer inteligente, intensamente seductora y sexy, que se encontró en la playa nada menos que con Burt Lancaster y tenía un marido que era un desastre? Deborah Kerr tuvo con este personaje la osadía del realismo y la profundidad de la pasión.

No muy diferente es lo que puede decirse de Lady Diana Ashmore, en “Rojo atardecer” -The Journey- de Anatole Litvak, otra vez con Yul Brynner. Esa mujer inglesa que huyendo de los rusos con un hombre de la resistencia húngara en plena invasión, reconoce una pasión imposible por el enemigo y le suplica en un hilo de dignidad: “déjeme, por favor”.

En “Mesas separadas” la actriz tiene uno de sus grandes logros, esa hija sometida y tímida, finalmente enfrenta a su madre: “No, mami”, le espeta a la gloriosa Gladys Cooper. Y ese “no”, lo siente y lo repite toda la platea. Igualmente profunda resultó su Hannah Jelkes de “La noche de la iguana”, mística y profundamente humana.

Deborah Kerr fue monja (Sister Angela) en “Sólo el cielo lo sabe”, con su amigo Robert Mitchum, rozando el borde del deseo y en “Black Narcissus”; adúltera y pícara junto a Cary Grant en “The grass is greener”; aventurera en “Las minas del rey Salomón”, también atenazada por una pasión inconveniente; fue Ligia en “Quo Vadis” y Portia en “Julio Cesar”; romántica como pocas en la piel de Terry McKay en “Algo para recordar” junto a Cary Grant; y Catherine Parr, una de las esposas de Enrique VIII, en “La reina virgen”. Para la televisión llegó a ser la enfermera Plimpson para la remake de “Testigo de cargo”.

Deborah Kerr fue todos esos personajes y muchos más. Seis veces candidata al Oscar, recibió en 1994 un premio honorario. El público la recibió y la despidió de pie y con aplausos, haciendo evidente, además de admiración, el olvido de la Academia. Pero no importa. El Oscar se lo damos nosotros.

Parafraseando una de sus líneas para el cine, pienso que es muy fácil cumplir con su pedido “Años después, cuando hables de esto; sé amable”, le dice a John Kerr en “Té y simpatía” de Vincent Minelli. Imposible no ser amable con esta señora. Miss Kerr, we miss you.

sábado, 28 de marzo de 2009

De la utilidad de las artes


EL LECTOR de Stephen Daldry

Lo que son las comunicaciones. Ayer, mi amiga Nora, me mandó un mensajito por celular: “S.O.S. ¿Cómo se llama la hermana de Warren Beatty?” De inmediato le contesté. Llegó otro mensaje: “ya está”. Lo había recordado sola.

En el breve lapso que transcurrió entre los dos mensajes, además de escribir el nombre de Shirley Mac Laine correctamente en el celular, tuve una serie de sensaciones y pensamientos (¡Gracias, Joyce!, que tan bien describiste ese proceso en el “Ulises”).  Todos los datos, nombres y fechas relacionadas con el cine cobraron sentido y, liberada de la culpa de haber invertido tantos años en ellos por puro, purísimo placer; por unos segundos fueron útiles.

El cine y la literatura, el arte y los artistas, lo que han hecho y dicho personas y personajes, atraviesan nuestra vida y, quizá, nuestras decisiones. Este efecto poderoso de la cultura, generalmente ignorado -o negado- por los poderosos, es -sin embargo- parte irreductible de la dignidad humana, de la ética, de la posibilidad de tener una lectura crítica de los hechos que nos circundan o nos sitian. Nada menos.

En todo eso andaba mi espíritu cuando me choqué con los 123 minutos que filmó Stephen Daldry basados en la novela de Bernhard Schlink, “El lector”, nominada a varios premios Oscar, de los que sólo obtuvo el de Mejor Actriz, muy merecido por Kate Winslet. La película cuenta con los trabajos actorales de Ralph Fiennes, David Kross, Lena Olin y Bruno Ganz.

De una gran belleza fílmica, como sus anteriores “Billy Elliot” y “Las horas”; “El lector” -“The reader”, afortunada elección para la versión en castellano- Daldry combina con inteligencia temas personales y sociales profundos. El amor, lo que creemos que es el amor como construcción social, con su cuota de enamoramiento, de despertar sexual, de abuso de un menor, de rituales y fijaciones; se combinan en el film con el horror del nazismo, buscando una respuesta a cómo y por qué seres humanos son capaces de aberraciones inenarrables; y una explicación a cómo una sociedad puede aceptar esos hechos que no puede siquiera nombrar.

La vida del adolescente que despertó al sexo con una mujer que le doblaba la edad y había sido guardia de campo de concentración nazi; el efecto que esa mujer tuvo en la vida de este hombre y el silencio personal y social de una Alemania dividida por esa guerra de mediados del siglo XX; la ignorancia, la literatura como vía de conocimiento, la parodia de justicia que ofrecen las sociedades son los temas que Daldry analiza en su película: una reflexión sobre la vida y la realidad que sobrecoge por su humanismo, su inteligencia y su intensidad.